El profesor Antonio Bar Cendón, catedrático de la Universitat de València, explica claramente en un artículo de opinión publicado ayer en el diario Las Provincias las diferencias entre el proceso soberanista escocés y el catalán. La clave está en la Constitución, en las diferencias entre ambos procesos constituyentes. Dado que no he encontrado el artículo en la edición digital, paso a reproducirlo aquí para su difusión en internet.
LAS PROVINCIAS. Valencia, domingo, 21 de septiembre de 2014, p. 38
“El no de Escocia”
Antonio Bar Cendón
Catedrático de Derecho Constitucional y Catedrático Jean Monnet ad personan
Universidad de Valencia
Escocia ha votado no a la independencia, y lo ha hecho de una manera
contundente, no sólo porque los datos absolutos así lo indican, sino porque el voto
negativo triunfó en la práctica totalidad del territorio. Así, votó a favor de la
independencia el 44,7 por cien de electorado, mientras que rechazó la independencia el
55,3 por cien (casi 11 puntos de diferencia); y el voto contrario a la independencia
triunfó en 28 de los 32 distritos electorales. Es muy significativo, además, que en la
capital de Escocia, Edimburgo, el sí a la independencia obtuviese sólo el 38,9 por cien
de los votos, mientras que el no obtuvo el respaldo del 61,1 por cien.
Sin embargo, más allá de estos datos puramente numéricos, el referéndum
escocés tiene una gran relevancia por su significado, al menos en lo que se refiere a dos
aspectos: la naturaleza política de la opción separatista, y la repercusión en Europa del
proceso escocés. En primer lugar, en lo que se refiere a la naturaleza política de la
opción separatista, el referéndum de Escocia no es tanto el producto de una pulsión
identitaria, de origen étnico o histórico, como el producto de una presión política en la
que se mezclan componentes de muy diverso orden, que van desde lo económico (el
interés por la gestión propia de los recursos petrolíferos y gasísticos del mar del norte) a
lo social (el amplio descontento por la gestión de la crisis económica hecha desde
Londres por el Gobierno conservador de Cameron), pasando por la ecología, el
oportunismo de los movimientos antisistema y, desde luego, el irredentismo historicista
o identitario siempre presente. Sin embargo, cualquiera que sea la dosis de las partes de
este complejo componente, lo evidente es que ha logrado amalgamarse detrás de una
opción política rupturista que, si bien ha logrado un cierta eficacia movilizadora, es más
que dudoso que hubiese logrado articular una opción de gobierno estable y coherente
tras la separación.
En esta línea, el movimiento separatista escocés no es muy diferente de los
movimientos separatistas que se producen en otros Estados europeos –incluida España–
los cuales se han montado en el peligroso tigre del populismo y se sirven en la
actualidad del respaldo de todo tipo de movimientos políticos, los cuales, en el fondo,
poco tienen que ver con el nacionalismo tradicional, cultural o identitario, y buscan más
bien cambios radicales en el sistema político democrático, o su ruptura. No es
sorprendente, pues, que en una situación de crisis como la actual, movimientos
nacionalistas que en otras épocas hubiesen sido menospreciados por retrógrados y
sectarios, aparezcan hoy como innovadores luchadores por la libertad y el desarrollo de
los pueblos.
En segundo lugar, el proceso independentista escocés que desemboca en el
referéndum, pone sobre la mesa la imagen de la viabilidad democrática de un proceso
de este carácter, realizado en envidiables términos de negociación y acuerdo, que no son
fácilmente trasladables a otros marcos políticos y constitucionales. Las constituciones,
cuando existen, si se quiere cambiarlas, hay que modificarlas de acuerdo con las
exigencias y los cauces previstos en el seno de ellas mismas –procedimiento de
reforma–, lo que requiere generalmente unas altas dosis de acuerdo político; o hay que
ignorarlas o violarlas –procedimiento de ruptura–, lo cual supone que no todas las partes
están de acuerdo y, por lo tanto, que alguna, o algunas, de ellas quieren imponer su
visión a las otras. Cabe, desde luego, la sustitución de una constitución por otra
enteramente nueva –el cambio de régimen político–; pero ello, en general, o bien
requiere unas dosis mayores de acuerdo político –consenso–, o una ruptura de carácter
revolucionario. Esto último supone un grave conflicto político y puede degenerar en
violencia.
En el caso escocés –y esto suele ser ignorado con frecuencia– el proceso pudo
realizarse de esa forma porque en el Reino Unido no existe una constitución escrita y el
sistema se basa en el principio de soberanía del Parlamento, el cual, como decía Walter
Bagehot en su célebre “The English Constitution” (1867), excepto cambiar a un hombre
en mujer, puede hacer cualquier cosa. El principio constitucional, por el contrario, a fin
de asegurar la estabilidad de los sistemas políticos y la protección de los derechos de sus
ciudadanos, se basa en la soberanía de la constitución, como norma suprema del Estado,
que ningún poder –ni siquiera el parlamento– puede modificar a su antojo, basado en la
existencia coyuntural de una mayoría determinada. La constitución democrática ha sido
elaborada por el poder constituyente y, para modificarla, la propia constitución prevé en
su texto un procedimiento específico que requiere la consecución de unas mayorías
amplias y, con frecuencia, la realización de un referéndum; lo que, en realidad, supone
el volver a activar el poder constituyente. El sistema continental europeo, como el de la
mayoría de los estados democráticos del mundo, se basa en el principio constitucional,
en el principio de legalidad y, en definitiva, en lo que se denomina “Estado de
Derecho”. Es decir, que las normas democráticamente aprobadas deben ser cumplidas
en tanto no sean reformadas por los procedimientos democráticamente previstos para
ello. Lo contrario supondría la ruptura del sistema, el desorden y la violencia.
En los sistemas constitucionales europeos, pues, el proceso seguido en el caso
escocés –basado en un acuerdo político y una decisión del Parlamento–, por mucho que
despierte admiración, no tiene cabida. La separación de una parte del territorio del
Estado requeriría un cambio –una reforma– sustancial de la constitución y, en algunos
casos, incluso, esta reforma, como tal, no podría producirse, porque la propia
constitución la excluye. En estos últimos casos, la única posibilidad existente es la
sustitución de la constitución, es decir, su abandono y la formulación de una nueva; lo
cual es muy difícil de conseguir en términos democráticos y consensuados. Y este
último es el caso de España, donde el Art. 2 de la Constitución establece que “La
Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria
común e indivisible de todos los españoles”. Fraccionar esa indisoluble unidad de la
nación supondría, por tanto, privar a la Constitución de su fundamento; ésta decaería y
debería ser sustituida por otra con diferente fundamento.
En este sentido, ¿es recomendable la negociación y el acuerdo político para el
cambio? Desde luego que sí; pero el cambio, si se hace, ha de hacerse de acuerdo con
las normas jurídico-constitucionales que aseguren la garantía de que el proceso respeta
plenamente los derechos de todas las partes implicadas en el régimen político; es decir,
en el caso de España, no sólo la nación española como un todo, sino también –como
dice el mismo Art. 2 de la Constitución– las nacionalidades y regiones que la integran,
las cuales se han constituido en Comunidades Autónomas y forman hoy parte de la
estructura constitucional del Estado.
En Escocia el proceso –frustrado– de cambio se hizo de acuerdo con las normas
jurídicas del sistema –del régimen– británico. En España, el cambio, si se hace, ha de
hacerse igualmente de acuerdo con las normas jurídicas de España, no de acuerdo con
las normas jurídicas del Reino Unido.