España no aplica la ley de seguridad en los puertos

Maritime security: the Commission takes Spain to court over the security of its ports: The European Commission is taking action against Spain before the Court of Justice of the European Union, because 20 Spanish ports have yet to adopt and implement the port security plan.

The main objective of European port security policy is to provide protection for ships and port facilities, as part of the maritime link in the transport logistics chain, against the risk of attacks and terrorism. Directive 2005/65/ECon enhancing port security aims to guarantee uniformly high levels of security in all European ports, in particular by implementing a port security plan laying down provisions for ensuring port security.

Since 15 June 2007, the deadline for transposing the Directive, the Commission has regularly carried out port security inspections in order to verify, among other things, that its application is being monitored. The Commission has asked Member States with the greatest delays in meeting their obligations, including Spain, to prepare national action plans with precise time-frames for conducting assessments and drawing up port security plans.

The Spanish authorities have launched an action plan with all the relevant national and local authorities in order to implement, within a reasonable period of time, the provisions of the Directive in all Spanish ports. Despite significant efforts, the deadline set for the end of 2013 in the action plan could not be met, and the Spanish authorities still need to adopt about 20 port security plans.

http://europa.eu/rapid/press-release_IP-14-1039_en.htm

El soberanismo y la Common Law

El profesor Antonio Bar Cendón, catedrático de la Universitat de València, explica claramente en un artículo de opinión publicado ayer en el diario Las Provincias las diferencias entre el proceso soberanista escocés y el catalán. La clave está en la Constitución, en las diferencias entre ambos procesos constituyentes. Dado que no he encontrado el artículo en la edición digital, paso a reproducirlo aquí para su difusión en internet.

 

LAS PROVINCIAS. Valencia, domingo, 21 de septiembre de 2014, p. 38

“El no de Escocia”

Antonio Bar Cendón

Catedrático de Derecho Constitucional y Catedrático Jean Monnet ad personan

Universidad de Valencia

Escocia ha votado no a la independencia, y lo ha hecho de una manera

contundente, no sólo porque los datos absolutos así lo indican, sino porque el voto

negativo triunfó en la práctica totalidad del territorio. Así, votó a favor de la

independencia el 44,7 por cien de electorado, mientras que rechazó la independencia el

55,3 por cien (casi 11 puntos de diferencia); y el voto contrario a la independencia

triunfó en 28 de los 32 distritos electorales. Es muy significativo, además, que en la

capital de Escocia, Edimburgo, el sí a la independencia obtuviese sólo el 38,9 por cien

de los votos, mientras que el no obtuvo el respaldo del 61,1 por cien.

Sin embargo, más allá de estos datos puramente numéricos, el referéndum

escocés tiene una gran relevancia por su significado, al menos en lo que se refiere a dos

aspectos: la naturaleza política de la opción separatista, y la repercusión en Europa del

proceso escocés. En primer lugar, en lo que se refiere a la naturaleza política de la

opción separatista, el referéndum de Escocia no es tanto el producto de una pulsión

identitaria, de origen étnico o histórico, como el producto de una presión política en la

que se mezclan componentes de muy diverso orden, que van desde lo económico (el

interés por la gestión propia de los recursos petrolíferos y gasísticos del mar del norte) a

lo social (el amplio descontento por la gestión de la crisis económica hecha desde

Londres por el Gobierno conservador de Cameron), pasando por la ecología, el

oportunismo de los movimientos antisistema y, desde luego, el irredentismo historicista

o identitario siempre presente. Sin embargo, cualquiera que sea la dosis de las partes de

este complejo componente, lo evidente es que ha logrado amalgamarse detrás de una

opción política rupturista que, si bien ha logrado un cierta eficacia movilizadora, es más

que dudoso que hubiese logrado articular una opción de gobierno estable y coherente

tras la separación.

En esta línea, el movimiento separatista escocés no es muy diferente de los

movimientos separatistas que se producen en otros Estados europeos –incluida España–

los cuales se han montado en el peligroso tigre del populismo y se sirven en la

actualidad del respaldo de todo tipo de movimientos políticos, los cuales, en el fondo,

poco tienen que ver con el nacionalismo tradicional, cultural o identitario, y buscan más

bien cambios radicales en el sistema político democrático, o su ruptura. No es

sorprendente, pues, que en una situación de crisis como la actual, movimientos

nacionalistas que en otras épocas hubiesen sido menospreciados por retrógrados y

sectarios, aparezcan hoy como innovadores luchadores por la libertad y el desarrollo de

los pueblos.

En segundo lugar, el proceso independentista escocés que desemboca en el

referéndum, pone sobre la mesa la imagen de la viabilidad democrática de un proceso

de este carácter, realizado en envidiables términos de negociación y acuerdo, que no son

fácilmente trasladables a otros marcos políticos y constitucionales. Las constituciones,

cuando existen, si se quiere cambiarlas, hay que modificarlas de acuerdo con las

exigencias y los cauces previstos en el seno de ellas mismas –procedimiento de

reforma–, lo que requiere generalmente unas altas dosis de acuerdo político; o hay que

ignorarlas o violarlas –procedimiento de ruptura–, lo cual supone que no todas las partes

están de acuerdo y, por lo tanto, que alguna, o algunas, de ellas quieren imponer su

visión a las otras. Cabe, desde luego, la sustitución de una constitución por otra

enteramente nueva –el cambio de régimen político–; pero ello, en general, o bien

requiere unas dosis mayores de acuerdo político –consenso–, o una ruptura de carácter

revolucionario. Esto último supone un grave conflicto político y puede degenerar en

violencia.

En el caso escocés –y esto suele ser ignorado con frecuencia– el proceso pudo

realizarse de esa forma porque en el Reino Unido no existe una constitución escrita y el

sistema se basa en el principio de soberanía del Parlamento, el cual, como decía Walter

Bagehot en su célebre “The English Constitution” (1867), excepto cambiar a un hombre

en mujer, puede hacer cualquier cosa. El principio constitucional, por el contrario, a fin

de asegurar la estabilidad de los sistemas políticos y la protección de los derechos de sus

ciudadanos, se basa en la soberanía de la constitución, como norma suprema del Estado,

que ningún poder –ni siquiera el parlamento– puede modificar a su antojo, basado en la

existencia coyuntural de una mayoría determinada. La constitución democrática ha sido

elaborada por el poder constituyente y, para modificarla, la propia constitución prevé en

su texto un procedimiento específico que requiere la consecución de unas mayorías

amplias y, con frecuencia, la realización de un referéndum; lo que, en realidad, supone

el volver a activar el poder constituyente. El sistema continental europeo, como el de la

mayoría de los estados democráticos del mundo, se basa en el principio constitucional,

en el principio de legalidad y, en definitiva, en lo que se denomina “Estado de

Derecho”. Es decir, que las normas democráticamente aprobadas deben ser cumplidas

en tanto no sean reformadas por los procedimientos democráticamente previstos para

ello. Lo contrario supondría la ruptura del sistema, el desorden y la violencia.

En los sistemas constitucionales europeos, pues, el proceso seguido en el caso

escocés –basado en un acuerdo político y una decisión del Parlamento–, por mucho que

despierte admiración, no tiene cabida. La separación de una parte del territorio del

Estado requeriría un cambio –una reforma– sustancial de la constitución y, en algunos

casos, incluso, esta reforma, como tal, no podría producirse, porque la propia

constitución la excluye. En estos últimos casos, la única posibilidad existente es la

sustitución de la constitución, es decir, su abandono y la formulación de una nueva; lo

cual es muy difícil de conseguir en términos democráticos y consensuados. Y este

último es el caso de España, donde el Art. 2 de la Constitución establece que “La

Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria

común e indivisible de todos los españoles”. Fraccionar esa indisoluble unidad de la

nación supondría, por tanto, privar a la Constitución de su fundamento; ésta decaería y

debería ser sustituida por otra con diferente fundamento.

En este sentido, ¿es recomendable la negociación y el acuerdo político para el

cambio? Desde luego que sí; pero el cambio, si se hace, ha de hacerse de acuerdo con

las normas jurídico-constitucionales que aseguren la garantía de que el proceso respeta

plenamente los derechos de todas las partes implicadas en el régimen político; es decir,

en el caso de España, no sólo la nación española como un todo, sino también –como

dice el mismo Art. 2 de la Constitución– las nacionalidades y regiones que la integran,

las cuales se han constituido en Comunidades Autónomas y forman hoy parte de la

estructura constitucional del Estado.

En Escocia el proceso –frustrado– de cambio se hizo de acuerdo con las normas

jurídicas del sistema –del régimen– británico. En España, el cambio, si se hace, ha de

hacerse igualmente de acuerdo con las normas jurídicas de España, no de acuerdo con

las normas jurídicas del Reino Unido.